Al principio eran la máquina y su efecto, o como dirán mucho después los estructuralistas: el dispositivo. Una exhibición del cinematógrafo, entre 1896 y 1905, no era un espectáculo regulado por los protocolos de respetabilidad heredados del teatro burgués o las salas de conciertos, con su platea, su foro. Tampoco con cabina de proyección ni gran pantalla. El entorno solía ser informal y variopinto –un café, una sala de variedades, una barraca de feria; aunque muy pronto se fueron construyendo entornos inmersivos especiales. En todo caso, ver cine no era tan sólo ver lo proyectado, sino la proyección en su conjunto: el proyector, el proyeccionista con su giro de manivela, el propio haz de luz que, precisamente, da a ver algo sobre una pantalla.

La música se implementó muy pronto en el dispositivo, cosa lógica si se considera la naturaleza del esparcimiento en esos entornos (la tópica del pianista de salón en el western sería un resto fósil de aquellas atmósferas). Pero seguramente la música debió cumplir un rol crucial en el giro que transformará al público en un conjunto de espectadores. Es decir, en personas que observan fijamente lo que se proyecta, formando en torno a sí una especie de burbuja de aislamiento del mundo. Se especula con la circunstancia de que, además, el ruido del proyector precisara de la música para ser atenuado (olvidado como parte del espectáculo) y producir, definitivamente, la burbuja. Al menos desde 1910, el espectáculo cinematográfico estaba consolidado ya como esta gigantesca “cámara oscura” para la ilusión inmersiva que tan bien conocemos. Y para ella se crearían, en los años 20, las obras maestras de un arte desaparecido.

No deja de ser curioso que este elemento externo que contribuía a borrar todo lo exterior para dar todo el poder a la imagen, nos invite a recorrer ese camino a la inversa cuando nos regalamos el placer de proyectar cine mudo con música en directo. Hay una sensación como de bello extrañamiento en el desdoblarse del espectáculo en dos naturalezas, por así decir. ¿Qué clase de espacio nuevo, de interacción mutua, se genera en esa dualidad? Se diría que, ante la presencia de la música que se produce ahí mismo, en la pura actualidad del escenario, lo que muestra la pantalla retrocede a un fondo del tiempo. Con perdón por la cursilería y la redundancia: se puede imaginar la imagen como soñada por los músicos; o invocada en un ejercicio de espiritismo en el que ellos actúan como médiums. Pero también cabe evocar la idea de que la pantalla emana una energía que ellos canalizan y transforman.

Los médiums de este año serán el laudista y guitarrista Jozef Van Wissem, colaborador de Jim Jarmusch, y su espíritu invocado, el de Nosferatu, que cumple cien años. El International Bach Festival Ensemble – IBF, dirigido por Humberto Armas, invocará de nuevo al vampiro de Muranu. Carlos Oramas (tiorba y laúd renacentista) en compañía de Adrián Linares (violín barroco) y Diego Pérez (violoncello barroco), acompañarán los tormentos de Juana y Carl Theodor Dreyer. Y Jonay Armas, con Carolina Hernández y Juan Carlos Trujillo, producirán quién sabe qué extraños paisajes audibles para aplacar, en una misma sesión, al pobre Nanuk, el esquimal, y al santo patrón de un cine-verdad tanto más bello y revolucionario cuanto menos veraz.


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